(Fotografía de Uri Vagham, La Habana, 2003)

domingo, 2 de octubre de 2016

Volver a Cuba después de un baño de realidad capitalista: el desengaño de muchos cubanos

(Reflexión perdida, y hallada ahora, de un pasaje vivido en mi última visita a Cuba, cuya crónica general figura más abajo en este blog bajo el título "Diario digital de 10 días de diciembre")

En esos días en la capital visitamos también la casa de Cachita y Felo, matrimonio pinareño instalado en el populoso barrio de Lawton desde hace años. Alquilan habitaciones a turistas y la entrega de un “paquetico” para ellos que nos había encargado un agradecido huésped español nos llevó hasta aquel concurrido barrio. Ella, ama de casa de mediana edad, cordial y hospitalaria, nos mostró detalladamente su casa, pues además de las tareas domésticas, se encarga de la gestión de la hospedería y  atiende las múltiples tareas derivadas de ello. Él, médico internacionalista, algo mayor que Cachita, nos habló orgulloso de su abultado historial de cooperación y solidaridad (Nicaragua, Zimbabue, Sudáfrica, Guatemala, Honduras, Haití, Angola, Guinea Ecuatorial, Guinea Bissau) relatando con especial detenimiento, ante mi demostrado interés, su experiencia en Sierra Leona como miembro de la brigada cubana de trabajadores de la salud contra la epidemia de virus Ébola, la mítica “Henry Reeve”.

Mientras saboreábamos el último tin del cafetico que nos sirvieron (ya saben, a lo cubano, concentrado, caliente, dulce y  escaso) llegó Felito, uno de los tres hijos del matrimonio, un fornido mulato de unos 30 años quien, cuando supo nuestra procedencia y ante la insistencia de sus padres, se sentó con nosotros a relatar su experiencia. Acababa de volver de España, de Madrid en concreto, donde había vivido el último año con su mujer, una cubana con residencia legal en nuestro país como nieta de españoles que emigraron a Cuba, y su hijo. Vivían en el barrio de San Fermín, distrito de Villaverde, y él, inmigrante irregular, consiguió un trabajo ilegal en un negocio regentado por unos chinos donde, de 8 de la noche a 8 de la mañana, llenaba las cajas de cartón que previamente había montado con las barras de pan que se cocían en el horno que allí funcionaba. Las condiciones de trabajo así como el lugar del mismo eran pésimos según nos contó, sin descanso semanal y recibiendo un salario mísero. Su mujer trabaja en un bar y sale del trabajo también de madrugada por lo que es la abuela materna quien se hace cargo durante casi todo el día del hijo de la pareja. “Menos mal”, dijo el cubano, “pues no hubiéramos podido pagar a una persona que le cuidara, además de todos los gastos generales de la casa y la comida”. Se daba la circunstancia de que muchos meses era Cachita, la mamá del mulato, quien les mandaba dinero desde Cuba, ante la perplejidad de amigas y vecinas que le decían “¡No, mija, no, eso es al revés, normalmente son los que están afuera quienes mandan dinero para acá!”.

Sin tiempo ni dinero para divertirse, para salir, para formarse, para hacer deporte, para vivir en suma, la llegada de los primeros fríos del otoño y la negativa de la casera del piso madrileño a poner la calefacción “porque gasta mucho” le ayudaron a decidirse: “Me vuelvo a Cuba, mi negra, aquí no se puede vivir”.

Al llegar a esta parte del relato noté como sus ojos se clavaron en mí intentando descubrir algún gesto de incredulidad o sorpresa, lo que, lógicamente, no halló, pues la historia, lejos de asombrarme, confirmaba lo por mí sabido y muchas veces constatado en la realidad de muchas personas que conozco. “Verás”, añadió como si fuera a lanzar una bomba, “en Cuba se vive mejor que en España”. No sé por qué, pero algo de eso me imaginaba…


Conviene analizar la experiencia, común a muchos cubanos de la diáspora que ahora vuelven a Cuba tras llegar a la misma conclusión que el zangandongo habanero: “como en Cuba, en ningún sitio”. A mi modo de ver el ámbito protector de ese Estado, en su afán de asegurar los mínimos vitales de todos, marca un hecho diferencial respecto a lo que pasa en países como el nuestro, que podemos llamar “del capitalismo feroz rampante y del Estado del Bienestar canijo y menguante”. Lo cierto es que en la isla se puede vivir sin trabajar o haciendo poco esfuerzo, sobre todo si se está dispuesto a renunciar a ciertos niveles de consumo. El Estado en Cuba garantiza, aún, los mínimos vitales, poniéndolos a disposición de todos los ciudadanos  gratis o a precios simbólicos, a saber, la vivienda, la energía, el teléfono, por supuesto la salud y la educación, el transporte y la comida básica de la familia (antes a través de la libreta y ahora subvencionando los precios de muchos alimentos y otros artículos de primera necesidad). En aquél país muchos sueñan con alcanzar el nivel de consumo de otros lugares pero no siempre están dispuestos a “pasar trabajo”, al menos de cierta intensidad, para alcanzarlo. Después de años de frustración, cuando finalmente salen y entienden lo que el mundo capitalista les exige para alcanzar las cosas que ellos desean tener, lo que en la práctica se traduce en renunciar tanto a su vida como a poder disfrutar realmente de muchas de las cosas que anhelaban, como Felito, añoran lo que perdieron y se plantean renunciar a un sueño que nunca les va a dar lo que buscaban, para recuperar la felicidad, la tranquilidad, la comodidad y la vida que llevaban en su tierra. 

Es aconsejable por todo ello no hacer el cálculo falaz que con frecuencia y, a veces con desconocimiento o mala fe, se hace de comparar cuánto gana un trabajador en España y cuánto en Cuba. Primero porque son países con niveles de desarrollo muy diferentes  y con poderes adquisitivos de sus monedas completamente distintos. ¿A alguien se le ocurre hacer lo mismo con los salarios medios de Paraguay, un país con un PNB per cápita parecido al de Cuba aunque 60 puestos por detrás en el ranking de desarrollo humano? Evidentemente a nadie, pues se da por sobreentendido que un profesor de universidad en ese país gana mucho menos que el profesor equivalente en España. Pero con Cuba todo cálculo vale, aunque sea absolutamente extemporáneo. Y no solo por eso sino porque, en segundo lugar,  es preciso descontar todas las prestaciones que brinda el Estado, algunas de las cuales se han enumerado, y que en los demás países, como en España o en Paraguay, los ciudadanos deben aportar de sus propios bolsillos. 

Los números mandan y la esencia de lo que demuestran no tiene discusión: en equivalencia de poder adquisitivo la riqueza que genera Cuba en un año repartida en partes iguales entre todos sus ciudadanos es como la de Paraguay, El Salvador, Filipinas o Guatemala, pero respecto a  ellos el país caribeño está muchos puestos por delante en desarrollo humano. Nadie puede discutir que la explicación reside en la capacidad que tiene ese sistema de repartir equitativamente lo que es de todos. A eso allí lo llaman Revolución.

Es verdad que, como todas las cosas, ese sistema también tiene sus perversiones. El conocido asunto de que esforzándose o no uno consigue prácticamente el mismo estándar de vida resulta poco estimulante para el trabajo y de alguna manera lastra el desarrollo económico. La situación del muchachón de la historia, es cierto, no es equiparable a la de todos los cubanos, pues no todos tienen una familia con un negocio “de cuenta propia”, floreciente, que les  permite consumir por encima de la media, pero creo que sí es ilustrativa de lo que piensa una parte de la población de allá. ¿Vivir en Cuba, como un cubano, hoy en día, mejor de lo que ese cubano y muchos españoles pueden hacerlo en España?  Por supuesto. Pregunten por ahí y se lo contarán así de sencillito….

MNL

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